sábado, 19 de noviembre de 2011

I CONCURSO DE RELATOS BREVES "CUÉNTALE UN CUENTO A LA REPUBLICANA" - EL SIFÓN

                                                                EL SIFÓN.

En Extremadura, en agosto, atravesar cualquier plaza para ir al colmado a por el sifón, solo es posible si uno es niño, porque hasta los pajarillos caen redondos. Además se da la circunstancia, de que ese niño tiene que ser el pringao de la familia.
El calor es seco, asfixiante y hace boquear, la cabeza se calienta, la ropa ni se moja de sudor y los pies se pegan a la zapatilla y al cemento.
 Llegas al colmado y lo primero que ves en el suelo es el barrilito de arenques secos colocados helicoidalmente, penetras entre la cortina de múltiples cordones con cilindros verdes de madera que producen un ruido, que si no fuera por el tendero, estarías media tarde haciendo música.

En el techo colgando, tiras de un papel enrollado pegajoso llenos de moscas y en el mostrador, platillos como con azúcar llenos de lo mismo. Ya no hay moscas como las de antes, eran inteligentes, pertinaces, vamos, cojoneras.
Por eso en las mejores mesas  camillas, no faltaba el matamoscas o el fu-fri  como llamábamos al DDT.
En el mostrador, el surtidor de aceite que si tenías la suerte de verlo funcionar, era una maravilla, subiendo y bajando los émbolos.

El suelo lleno de sacos con el embozo vuelto enseñando garbanzos, judías, arroz, lentejas, harina etc. etc.
Entregabas el sifón vacío al orondo y sudoroso tendero y él te daba otro de la fábrica Loreto de Talavera de la Reina, que sacaba de una caja que tenía al fondo tras una tela de saco como cortina.
El colmado  era como un castillo por descubrir, debía de tener muchos secretos y tesoros, sin hablar de los dulces y caramelos que se veían a simple vista.
En el pueblo los niños no llevábamos dinero nunca, todo se apuntaba, ya vendrá mi madre, al final de la semana vendrá mi padre. Así era imposible sisar, dependíamos de la generosidad del tendero, que era poca.

Costaba salir otra vez a la carretera, pues la Nacional V atravesaba el pueblo y el asfalto se reblandecía, olía como a brea, como si lo acabaran de poner. A veces cuando el calor era infernal, te echabas un trago a presión y otro por la cabeza, y cuando entrabas en casa lo dejabas corriendo en la fresquera y te ibas al patio.

Se comía en la cocina, porque  era el sitio más fresco de la casa de muros de adobe y a la entrada, en una cantarera teníamos una tinaja de agua, tapada con una madera y encima un cacillo desportillado de uso común y estaba siempre fría.

Éramos cinco hermanos y nos daban nuestros padres una peseta por el domingo y con ese dineral, pocas cosas se podían comprar, el chicle Bazooka ya costaba dos reales y un cubilete de pipas otros dos, por eso poníamos a secar las pepitas del melón y de la sandía al sol y cuando podíamos también las de la calabaza.
 Entonces con los dos reales o te tomabas una leche merengada o un polo, que era completamente artesanal.
El pipero rascaba con una rasqueta con forma de cajón alargado un bloque de hielo y cuando le daba forma y le ponía un palo preguntaba si lo querías de fresa o de menta y entonces de unas botellas esparcía el líquido por la superficie.
Cuando chupabas muy fuerte, veías como el polo se iba quedando blanquecino y al final solo era de hielo, pero estaba por lo menos frío.
El chicle era fijo y tenía que durar toda la semana hasta la misa de domingo a las doce, durante las comidas estaba prohibido sentarse con él en la boca. Según íbamos entrando en la cocina para comer, lo dejábamos pegados en la parte trasera de la cántara de agua y a la salida nos peleábamos por coger el más rosita. De todas maneras hacia el viernes ya eran de un color indefinido y de una consistencia pétrea. Había algunas soluciones para mejorarlo, como masticar a la vez el chicle con una mina de los lápices alpino de colores, pero solían quedar como con tierra.

En el pueblo vivía una niña de nuestra edad, que era especialista en mascar tu chicle y tu mina y te lo dejaba suave y teñido perfectamente.
 Había que pagarla con botones, tabas o cromos y se llamaba Toñi “la hilvaná”, que era el mote de todas las mujeres de esa familia, se supone que alguna ancestral saldría un día con una falda hilvanada.
Durante la comida, mi padre ese día, descendió del Olimpo y nos sorprendió con una clase magistral sobre los sifones que aún recuerdo. Que yo lo recuerde, no es fruto de mi inteligencia, sino de las veces que me lo hizo escribir por estar pegándome con mi hermano por debajo de la mesa.
Nos relató que el inventor del sifón fue un clérigo disidente inglés llamado Joseph Priestley, que era científico, teólogo, filósofo, educador y teórico político, que tuvo que huir en 1791 a los Estados Unidos, porque proclamaba la independencia de América y el triunfo de la revolución  francesa. Descubrió el agua carbonatada, pero pasó mucho tiempo hasta que una empresa argentina creara el sifón recargable.

Por similitud de un líquido que asciende por un tubo, se llama sifón al recipiente hermético que contiene el agua carbonatada o agua de Seltz o soda o gaseosa. En España decimos, dame un tinto con sifón, pero está mal dicho, porque lo que te echan es el agua carbonatada que está en el interior a presión, mantenida por el equilibrio entre el CO2 disuelto en el agua y el gas libre.
Como a veces explotaban, se les colocaba una malla metálica y en cada comarca existían multitud de fábricas de sifones y de gaseosas, cada una con nombres de la zona.

En el recipiente se introduce un tubo acodado, el más largo hasta el fondo y el más corto con salida al exterior y lleva una válvula para evitar el goteo. El agua produce el gas que hace presión a su vez sobre el líquido y lo empuja por el tubo largo hacia el exterior. Un sistema de clavija o gatillo hace que la válvula ceda y  permita la salida del agua carbonatada.
Yo había desconectado cuando empezó a decir el nombre del inventor, pero al terminar me preguntó y yo no supe que contestar. Me dictó unas cuantas frases y me dijo que lo copiara cien veces.
En el verano de los años 60, en Extremadura, la siesta era sagrada, quisieras o no, todos a dormir o por lo menos no hacer ningún ruido. Cosa imposible, pues nos metíamos todos en esa cama antigua de la abuela y a veces con primos y aunque la intención fuera buena, en pocos minutos las risas, los lloros inundaban la casa hasta que de golpe se abría la puerta y el Dios lanzaba sus rayos mortales y a quien Dios se lo dé, San Pedro se lo bendiga. Así hasta que al final salía nuestra madre y nos echaba de casa.

Para merendar, bocadillo gigante de mantequilla con dos onzas de chocolate o de jamón, bueno, del tocino fresco y sonrosado que hoy día despreciamos.

Los chicos por un lado con el aro, que había virtuosos que hacían maravillas gracias a la guía que se fabricaban en la fragua. Otros con la peonza, que ya no era sacar a la contraria del círculo, sino rajarla con la púa que introducíamos en ella.
 Otros con los boliches o canicas para jugar al guá. Las tabas eran más de las niñas, son de hueso, el astrágalo del animal y se jugaba tirando una al aire y recogiendo el resto dependiendo de la cara que ofrecen, picos, hoyos etcétera.

A las afueras había un pilón grande en un prado y allí íbamos a bañarnos unos días los chicos y otros las mozas. El agua era verdosa, el borde resbaladizo y nos tirábamos en pelota picada sin pudor ninguno. Luego secado al sol, un cigarrito si teníamos y comer la fruta de temporada, lo que se llamaba ir a garullas, que a veces el membrillo verde te dejaba la boca que parecía que no era tuya.
Onán no era extremeño, pero nosotros practicábamos sus enseñanzas en compañía.
Alguna vez fuimos a espiar a las chicas, pero si se daban cuenta teníamos que salir por patas, porque nos amenazaban con los hermanos mayores que eran unos brutos.
La cena en el pueblo en verano era suave, quesos, jamón, morcilla patatera y de calabaza y vino con sifón para el Dios y los demás agua. Además, una ensalada de tomates que llamaban rin-ran.

Mi Dios nunca llegaba a la hora y mi madre nos mandaba a la taberna de uno en uno para buscarle. Nos encantaba ir, pues según entrabas, algún convecino decía “Lauro, ahí está uno de tus muchachos, a casa”, pero él no hacía ni caso nos daba unos cacahuetes y pedía otra ronda.
Cuando ya iba el último, pagaba y se retiraba abrazado al que fuera y a casa a cenar. Mi madre de morros.
Después de cenar, un poco de tertulia en la mesa  camilla y como no teníamos televisión se aprovechaba para limpiar las lentejas.
 Se vaciaba el paquete en el centro y metiendo la mano cada uno desde su sitio, las iba trayendo hacia sí y quitando los pedruscos que tenían. Si comprabas un kilogramo se quedaba en medio sin exagerar.

Mi padre adormilado y si rezábamos el rosario ya ni te cuento. Tenia truco, había que saberse el inicio y empezar alto y luego disminuías el volumen hasta terminar en un susurro. Mi madre se armaba con el matamoscas y daba igual a quién daba, fuera mosca o el que no seguía los misterios. A Dios nada, era muy injusta.
En el pueblo, existían tres o cuatro televisiones, nosotros íbamos a casa de unos parientes y entrábamos en la casa, pero en el borde de la carretera nacional se colocaban los vecinos que se traían sus sillas.
 El primo de mi padre colocaba la tele frente a la ventana y la abría y entonces se formaba como un patio de butacas en la carretera. Cuando pasaba un coche, cada uno cogía su silla y se retiraba para que pasara, pero era muy raro.
Recuerdo pocos programas de aquella época, pues entre el sueño y la nieve, que a pesar de ser agosto caía siempre en Madrid no se veía casi nada.
El retiro a dormir era de toda la familia, entrabas en la cocina y te tomabas un tazón de leche con una nata que no he vuelto a ver en mi vida y mientras en tus labios notabas la porcelana descascarillada, veías en la mesa el sifón vacío y ya sabías el recado del día siguiente.





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