lunes, 9 de julio de 2012

III CONCURSO LITERARIO "MI HISTORIA EN CAMPO GRANDE" - 2012 - MI INFANCIA

                                                                     CAMPO GRANDE

                                                  (Mi infancia)

Valladolid 1960. Tenía en esa época ocho años. Mi mundo, lo que yo recuerdo era en blanco y negro, pero no por triste sino por percepción.
Ahora, cuando veo las fotos, ya ni siquiera son en blanco y negro sino que han cogido una tonalidad sepia, lo que sí parece es que son cada día que pasa, más pequeñas. Eso que con mis gafas para la presbicia, me acerco a aquel tiempo.
No sé que pasa con la edad, bueno, si lo sé, tengo la sensibilidad a flor de piel y muchas de las cosas que hace unos años, no me producían ningún efecto, ahora  me produce un nudo en la garganta y una humedad en los ojos, que tiendo a disimular.

Vivía con nosotros la madre de mi padre, por ella me pusieron a mí Alejandro, era menuda, vestida de negro riguroso, con pañuelo y medias y zapatillas de lona negras. He intentado recordar su voz, sus gestos, sus andares, su cariño y no lo he conseguido, siempre la recuerdo sentada, encogida y en silencio. Lo que sí tengo presente es la devoción de mi padre hacia ella, la llamaba de usted y él era el único que sabía la vida que había llevado hasta entonces, la de tantos pueblos de Extremadura y España, con hambre atrasada y sin condiciones sanitarias de ningún tipo.
Reflejo de lo dicho es que mi padre fue el mayor de siete hermanos que fueron muriendo, unos antes y otros después, al llegar las diarreas del verano o en el mismo parto en las dos décadas primeras del siglo XX.
Su muerte no la recuerdo, si la tristeza de mi padre, y mucho, porque permaneció en mi retina muchos años. El beso que la dimos ya muerta en su habitación, estaba en la cama, vestida de negro pero ya no era mi abuela, había crecido mucho, su color era cerúleo y mis labios al contactar con su mejilla se rompieron.
Cuando la busco en las fotos de esa época, siempre está sentada o en un banco del Campo Grande, o en la plaza de las ranas o en casa al lado de la jaula de los periquitos.

Mi casa. Estaba en la calle Calvo Sotelo, si salías del portal y te dirigías a la izquierda, enseguida llegabas al puente sobre el río Pisuerga. Si me dirigía hacia la derecha enfilaba el Conde Ansúrez y llegaba enseguida al Campo Grande y te dabas de bruces con el teatro Pradera, donde jugábamos a policías y ladrones apoyándonos en sus muros. Mis tres hermanas y yo, único chico, cuánto hemos jugado a cocinitas y yo hacía de marido y otras veces de cura, lo típico de la época.

Por delante de la fachada del teatro se ponía un pipero que te daba por una perra gorda un vasito de madera, que metía en una especie de saco y sacaba lleno de pipas y que mi hermana la mayor que era una gobernanta, repartía de una en una y yo creo que ella se quedaba con más, nunca lo ha reconocido.

Algunos días se ponía un barquillero con la lata pintada de rojo y decorada con dibujos y en la tapa una ruleta y nos quedábamos con las bocas abiertas. Eran unos barquillos rectangulares acanalados y dobles con sabor a miel. Por un dinero que no recuerdo, pues posiblemente eran nuestros padres en domingo, uno de nosotros le daba a la ruleta y el señor nos daba lo que salía en la numeración.
Pagas no había en mi casa o unas perras gordas o un TBO para los cuatro, que en el mismo momento de comprarlo uno era primer, otro según y así todos. Según lo estoy escribiendo pienso que cutre, pues no, era lo que había y no había otra. En casa se hacía la masa de churros y se asaban castañas y se tostaban las pipas de girasol, las de melón, las de sandía y las de calabaza.
En mi casa siempre vivía o un familiar del pueblo que hacía la mili enchufado por mi padre o una chica de servicio como se decía antes que venía del pueblo y se encargaba de los pequeñajos.

Cuántas tardes entre la arboleda del Campo Grande, persiguiendo al pavo real o a los patitos, una de ellas un chico “malo” de una pedrada desprendió una castaña pilonga del castaño de indias y fue a impactar en uno de mis ojos. Cosas de entonces, acudió a mi domicilio con su madre a pedir perdón, con unos bombones y yo con un parche. Igual que ahora.

Ahora me parece pequeño, pero entonces tenía sus zonas prohibidas por las que no podíamos adentrarnos, oscuras, umbrías y solitarias y casi si la pelota se alejaba botando te quedabas mirando como si la perdieras para siempre.

Y que contar del lago con su barca “la paloma”, pocas veces monté, pero muchas más me apoyaba para verla deslizarse y dar la vuelta por la gruta y aparecer por el otro lado. El tío Catarro nos contaba historias truculentas, cuando pasábamos por dentro y nos hacía reír, sentí su pérdida como si fuera un familiar lejano y recordé otra vez mi infancia en Valladolid.

A los tres años y con mis tres hermanas al colegio de Las Francesas, mi memoria retiene sólo la palabra sortie de cuando íbamos al baño y el patio de tierra con un árbol seco en el centro. Hace poco vi el claustro o patio de las tabas dentro de un centro comercial, me gustó que se conserve, porque cada vez desaparecen más sitios por los que caminé.

Enseguida Nuestra Señora de Lourdes, colegio de chicos, durante el primer año una cadena por el paseo Zorrilla en un sentido y en otro, un montón de niños agarrados de la mano, que nos iban soltando en diferentes paradas.
Al llegar y en el patio y en formación se cantaban canciones del momento, perdón, del movimiento. Dicen que las percepciones olfatorias van directamente al cerebro, al bulbo y es cierto, porque algunas veces y por diferentes estímulos o situaciones afloran en mí, los recuerdos de los olores de los lápices, las gomas, las tizas y unas letras de cartón grandes, con las que aprendí a leer.

En el jardín trasero, donde estaban unos invernaderos, existían varias jaulas con animales, pero era un sitio reservado para los mayores.
Los padres dejaban en manos de los baberos a sus hijos y pocas veces acudían a los eventos escolares, tal era así que hasta el pago del colegio lo realizaba yo cada mes. Ese día corría como nunca por el paseo con el sobre en una mano y la cartera de cuero despellejada en la otra y al llegar, en la oficina te daban bolitas de anís y una barra de regaliz duro y negro que no he vuelto a tomar.

Mi padre puso la consulta de dentista en casa en el cuarto nada más entrar, sin sala de espera, porque creo que nunca llegaron a juntarse más de una o dos personas. Le recuerdo con la bata abrochada por detrás, fumando, caminando por el pasillo o sentado en la mesa camilla. Si sonaba el timbre, nos levantábamos la familia en pleno, mi padre a la consulta, mi madre se atusaba y era la que abría y nosotros cuatro mirando detrás de la puerta del pasillo entornada para ver a la víctima. Luego, cuando se iba entrábamos y nos reíamos de las dentaduras postizas o de los dientes de los modelos de escayola, hasta que llegaba mi padre y nos echaba.

La risa se me borró de la cara un día que me quitó una muela y me llevó arrastrando por todo el pasillo, yo agarrado a un sillón de madera de tres plazas de los de antes. Me dije, seré dentista y diré como mi padre, si no es nada, si no es nada.
En aquellos años me imagino que pertenecer al estamento militar sería un grado, pero sí que el compañerismo entre ellos era tal, que la amistad se expandía fuera del Hospital, los Carrasco, los Cías, los Uría y tantos otros que disfrutaban de sus juergas y carnavales. A su vez, los hijos de todos ellos crecimos juntos.

Se habla mucho de los rituales del término de la etapa infantil de otras culturas, pero en nuestra España de los cincuenta había que pasar por la extracción de las amígdalas y siendo militar mi padre el proceso era: Cuatro hijos, dos un año y dos el siguiente, el otorrino, el del hospital militar, en la silla articulada de la consulta, un soldado, te sentabas encima y con sus botas te trababa tus piernas, su manaza en la frente y el asesino con el espejo agujereado en el centro se acercaba con el fórceps diciendo no es nada, no es nada.

Abrías la boca para gritar y eso sí, eran rápidos, te quitaban las dos albóndigas y me imagino que por los toques anestésicos ya no podías emitir sonido alguno y además te lo prohibían. También tenía su parte buena, los dos del turno compartían la cama de los padres, nos daban helado a mansalva, una campanilla que nos peleábamos por manejar, mi hermana era menor y muy buena y la podía. Recibí un tren de madera muy pequeño con dos vagones que conservé durante años.
Durante nuestra infancia, muchos domingos, mi hermana la mayor la gobernanta nos llevaba al cine del colegio Kostka, los cuatro de la mano y sin soltarnos y a la vuelta nuestra madre nos tenía en la mesa camilla unas tortillas francesas entre pan que eran una maravilla.
Los padres tenían una gran vida social con los compañeros del hospital e iban a una casa y otra y de vez en cuando en la nuestra. Se oían las risas y las juergas y nosotros detrás de la puerta entreabierta y disputándonos el mejor sitio para mirar y cuando mi madre iba a la cocina a por más cosas salíamos disparados a escondernos.
Como un ritual, antes de irnos a la cama nos hacían entrar a los cuatro de la manita y lo de siempre, que ricos, que mayores y a veces bailábamos una muñeira que me costó mucho aprender y que despertaba los parabienes del público.
Mientras saludabas veías los alimentos encima de la mesa y nadie te daba nada, como ahora que si te descuidas, los niños dejan los platos vacíos antes de que lleguen las visitas.
Si se celebraba una comida, cuando se iba el último comensal, era oír la puerta y salíamos en estampida y arrasábamos con los restos. Ahí si teníamos permiso.
Hay recuerdos que son visuales, táctiles y olorosos, uno de ellos es la reparación de la calzada con la brea que aplicaban los operarios, una especie de carro pequeño con la masa negra olorosa que colocaban en los baches y que inevitablemente tenías que tocar cuando podías.
Los domingos a misa a Las Francesas y luego aperitivo en Molinero, cuántas veces he recordado el medio huevo duro con una gamba encima y un poquito de mahonesa. Hay cosas que no se olvidan y cuando paso por Valladolid, vuelvo.

Real Sociedad Hípica Farnesio, muy cerca del río, cuando había competición la familia se desplazaba al completo, los padres con los amigos y la chiquillería a recorrer el recinto imaginando mil batallas y aventuras. Nos colábamos por la valla y descendíamos al río y se jugaba a guerras, las chicas a las comiditas, que si pillaban un saltamontes le arrancaban las patas traseras que hacían de jamones.

Otros domingos íbamos al otro lado del río a un mesón al aire libre, con terraza y no recuerdo su situación, pero sí el juego de la rana con el que nos pasábamos las horas muertas, era una  especie de mueble metálico de color verde con la parte superior llena de agujeros, una rueda de palas que giraba y una rana verdosa con la boca abierta por donde había que introducir una moneda, si tenías la suficiente habilidad.
El hijo único del Dr. Uría, tenía televisión en el año 60-61 y yo estaba los sábados a las cuatro y media en su puerta, pues me encantaba ver la antena de radio televisión que giraba sobre si misma y el globo terráqueo cuando conectaba y empezaba la programación de la película o de Rin-tin-tin. Además tenía la colección entera de los tebeos y pulgarcitos y me encantaba ponerme a leerlos y él, venga vamos a jugar y yo, luego. Lo tenía todo, pero sin embargo no tenía tres hermanas como yo.

A la ida o a la vuelta del Campo Grande, solíamos parar en una tienda pequeña entre las calles de Santiago y María de Molina con pollitos en el escaparate y nos quedábamos a mirar.
En casa tuvimos cuatro periquitos, uno por hijo, de diferentes colores pero me parece que no vivieron demasiado felices. Unas tórtolas, algún pavo y un cabrito, pero no eran mascotas, creo que sucumbieron al hambre(nuestra) y a las festividades que teníamos.
Recordando mi infancia, pienso que fue feliz, pues aunque no nadábamos en la abundancia, sabíamos disfrutar de lo que teníamos y además no había otra. Las primeras comuniones como mi padre tenía muchos amigos del hospital, eran como bodas y la mía la hice con mi hermana Mamen, que nos chocamos la cabeza en el altar y luego lo celebramos en el Conde Ansurez, con una tarta de dos o tres pisos.

Semana Santa, silencio, velas, oscuridad, sentimiento, fervor, una noche era de mil pasos por lo menos. De la Plaza Mayor, lo que más me viene a la memoria es El Sermón de las Siete Palabras, creo que se llamaba así, yo no veía nada, el gentío era impresionante  y un niño no se enteraba de nada Las navidades muy frías y los reyes escasos.

Cuando pienso en Valladolid, pienso en el Campo Grande, dicen que es el corazón verde de la ciudad, yo creo que no, que es parte del mío que se quedó allí.

4 comentarios:

  1. Vengo desde esta noche te cuento y me quedo. Alejandro he disfrutado mucho tu paseo por los recuerdos, al hilo de los tuyos, han salido los míos del rincón donde dormían. Por eso e dejo un doble gracias, por el relato, que en su intimismo me ha atrapado y por refrescarme la memoria.
    Te sigo.

    Saludos, compañero de viaje.
    Paloma Hidalgo

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    1. Gracias Paloma, no creas que no me ha costado decidirme a contar mi infancia, que tiene claroscuros. Tengo un relato sobre mi padre que falleció hace 40 años y que aún cuando lo leo, sigo llorando.
      Un beso

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  2. Me ha encantado, salieron algunos recuerdos parecidos a los tuyos.
    ¡Lo cuentas tan bien!
    Un abrazo



















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    1. Virgi, aunque seas más joven que yo, nuestras infancias eran más parecidas, con los mismos afectos y las mismas carencias en general.
      Un beso y gracias por pasarte.

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