viernes, 22 de agosto de 2014

NECROFILIA

 
                         necrofilia
                                                            

Año 1973, Facultad de Medicina, mi primera práctica en la asignatura de Anatomía Humana, me iba a marcar de por vida y por eso estoy todavía en la cárcel, catorce años después.
 
Primero nos llevaron por el museo de los horrores que tiene la cátedra, el bedel de nombre Aurelio, una persona mayor, enjuta y ligeramente encorvada que nos precedía por los pasillos, encendiendo unas pobres luces y haciendo ruido con el gran manojo de llaves.
 

Llegó a una puerta negra y con una llave herrumbrosa la abrió, entró y con la mano bajó una palanca e inmediatamente se fueron encendiendo unos fluorescentes hasta dejar iluminado un recinto enorme con grandes vitrinas y armarios de madera como de otra época.
 

Empezamos a pasear entre los expositores y a izquierda y derecha, grandes frascos llenos de un líquido amarillento y turbio dejaban ver cabezas cortadas por la mitad, apreciándose el cerebro, los dientes y la lengua en una mueca de asco y terror.
 


Otros frascos de diversos tamaños con fetos en diferente momento de evolución, con sus posturas encogidas y el cordón umbilical como el cable de los astronautas, que a veces por las irisaciones del líquido y la iluminación parecían moverse.
 

Yo me iba encogiendo según avanzaba por el pasillo y al dar la vuelta , en una especie de rotonda estaban los abortos monstruosos, con dos cabezas, varios miembros, parte de un cuerpo que emerge de otro y una cabeza de un bebé precioso al que le faltaba la calota craneal dejando ver las circunvalaciones cerebrales.
 

Me apoyé en el lateral de una de las vitrinas medio mareada y entre dos compañeros me llevaron a una bancada de madera y siguieron su paseo.

Cuando me estaba recuperando, levanté mis ojos y en el cristal de enfrente me vi con los brazos apoyados en mi falda y tras mi imagen que se fue difuminando, empezó a definirse una multitud de tarros grandes con penes y testículos de diversos tamaños y formas que flotaban libremente. Me doy la vuelta asqueada y a mi espalda troncos de mujer cortados longitudinalmente, dejando ver los labios, vaginas y úteros, uno de ellos con un pequeño embrión.

Me levanté con la intención de huir de allí, pero me tropecé con algo y caí, perdiendo la consciencia.
 
 

No sé cuánto tiempo pasó, pero al abrir los ojos una especie de sábana dejaba entrever una luz a su través. Me quise tocar la nuca porque me dolía pero unas cuerdas o bandas en mis muñecas me lo impidieron. Notaba frío en el cuerpo y la sensación de estar desnuda y encima de una mesa de mármol, además creo que me había orinado. Las piernas, abiertas tampoco podía moverlas.

Al rato, noté como alguien me tocaba a través de la tela, como me pellizcaba los pezones e introducía algo en mi. Grité cuanto pude, pero una mano me tapó la boca y una sombra se acercó a mi oreja y me susurró - Estás sola, les he dicho que como te encontrabas mal te habías ido, nadie sabía tu nombre.

Se deslizó la sábana hacia abajo y apareció ante mí el bedel, que introduciéndome una gasa en la boca, se retiró hacia una mesa auxiliar y mientras caminaba pude levantar un poco la cabeza y ver que estaba desnudo. Puso un LP en un tocadiscos y empezó a cantar Alice Cooper la canción "I live the dead" y dándose la vuelta y bailando se acercaba a mi balanceando su pene enhiesto de un lado a otro.

- No te preocupes querida. Me dijo al oído.- Me gustarás más cuando estés muerta, ahora solo voy a jugar contigo.
 

Ahogándome e intentando escapar, no dejaba de moverme y él de tocarme y pegarme. Acercó una mesa con ruedas y de un tarro de cristal sacó un pene enorme y verdoso que me introdujo lo que pudo a pesar de mi resistencia y lo dejó dentro. Yo notaba como los fluidos me resbalaban por los muslos y él se reía.

Cogió un bisturí y con suavidad me lo pasaba por todo el cuerpo, no sentía dolor pero sí notaba como la sangre caliente huía de mi ser.

Tres días me tuvo así, atada, sin comer ni beber y haciendo lo que se le ocurría con mi cuerpo, venía a deshora y yo no podía saber si era de noche o de día.

Una vez me dejó un feto abortivo sin media cabeza, maloliente, al lado de la mía, cuando se fue conseguí empujarlo fuera de la mesa de mármol y sonó en el suelo como un golpe seco que me desgarró el corazón. Deseaba morir, no quería continuar sufriendo el maltrato de ese monstruo y pensar lo que me deparaba el futuro me producía un terror indescriptible.
 

Decidí intentar provocarle para que me matara y así terminar mi agonía y en cuanto apareció, me puse a insultarlo con las peores palabras que acudían a mi mente.

Se echó a reír y tomando el bisturí se dedicó a cortarme, pero esta vez yo me revolvía e intentaba desestabilizarle y en un momento y sin que él se diera cuenta dio un tajo a la banda de mi muñeca derecha, disimulé y en un descuido mi mano asió un botador que introduje por su ojo izquierdo hasta el mango. Cayó hacia atrás y entró en convulsión.
 

Me incorporé y cogiendo el bisturí me liberé del resto y me dejé caer al suelo, sin fuerzas por la pérdida de sangre y la inanición.
 
 
 
 

Repté hacia la bestia que seguía convulsionando, saqué el botador de la órbita y un chorro de sangre me cayó en la cara. Bebí y me lavé en una pila y volviendo donde estaba le até con esparadrapos después de desnudarlo.

Con su ojo sano me miraba con terror y lo cerraba fuertemente, así que con el bisturí le rebané los párpados, quería que me viera todo el rato.

Le fui desollando con paciencia y delicadeza durante horas y al llegar a sus órganos se los extirpé, dejando que se desangrara lentamente.
 

Nos encontraron horas después, uno al lado del otro, él con su pene en la boca y el ojo fijo en mi.

Me curaron, me hicieron múltiples estudios psicológicos y psiquiátricos y me condenaron a 15 años, pues en ningún momento me arrepentí de lo que había hecho.

 

SUDOROFILIA Y RINOFILIA

                                                          SUDOROFILIA Y RINOFILIA

¿Qué hago aquí?, ¿Porqué no me puedo mover?. Estoy a oscuras y noto como una mordaza de cuero que me tapa la boca y me impide hablar. Empiezo a despejarme, la mente se va aclarando y recuerdo lo que me ha sucedido hace un rato o quizás ayer o hace un mes, no estoy seguro.

Estamos al principio del verano y el calor ha entrado con ganas, las jóvenes se han despojado de sus camisas y van casi todas con las blusas de tirantes y eso para mí es un suplicio, pues es verlas y tener un deseo irrefrenable de oler, aspirar y si puedo, pasar mi lengua por esa piel expuesta y saborearla.
Iba en el metro al mediodía en la hora punta y el vagón de bote en bote, yo agarrado a la barra horizontal superior y a mí alrededor cinco jovencitas con sus brazos estirados, desnudos y los tirantes del sujetador asomándose por los laterales de los otros tirantes, el olorcillo de diversos matices se mezclaba y yo intentando identificar a cada una con su olor.
 Uno era tirando a cebolla y ese, fijo era de la morena, otro como ácido, de la rubia. Pero de repente entró en mis narinas un olor a almizcle que explotó directamente en mi cerebro. Yo, que soy un experto en olores y especialista en catas, identifiqué enseguida el almizcle con el tipo Tong-king chino, el más valioso y de inmediato noté un pálpito en mi miembro.
Empecé a marearme y en ese momento el metro entró en una zona de curvas pronunciadas y de saltos y traqueteos sobre la vía que hacía que mi cabeza chocara contra sus brazos y aproveché para sacar mi lengua y con discreción probar las pieles de mis compañeras de viaje. Absorbí el sudor de la otra morena más bajita y era supersalado y con olorcillo a jabón infantil. El de la morena alta, que era el que olía a cebolla, era profuso y perlaba la piel con gotitas que llenaban todos los poros sudoríparos que tenía frente a mis ojos.

La piel que olía a almizcle era untuosa al tacto y amarga al gusto. Me trajo la evocación de las mil y una noches que pasé en un prostíbulo de lujo en Estambul durante toda una quincena. En aquel Hammam, desde que entrabas por la puerta eras llevado por dos odaliscas hacia tu habitación, te desnudaban y con grandes toallas te conducían a la zona de los baños, donde pasabas por el cuarto tibio, el caliente, la piscina fría, el masaje y el cuarto de enfriamiento.
 Ya preparado, recibías a las mujeres más perfectas que yo había visto nunca, pero que además exhalaban los aromas a almizcle de las diversas variedades. El Tong-king chino o tibetano, el Assam o nepalí, el Kabardino ruso siberiano de los ciervos o los extraídos de las glándulas almizcleras de otros animales como bueyes, ratas, patos, musarañas o escarabajos.
Serían los baños, las mujeres, los masajes, la comida o los olores pero el caso es que las feromonas estaban presentes y la potencia sexual plena y continua durante los días que permanecí allí.
Mis sentidos excitados por tal profusión de olores y sabores combinados a la vez, provocaron una necesidad inaguantable de rozarme con los cuerpos de mis vecinas de vagón y de chupar sus cuerpos que hizo que al final se dieran cuenta de mis desvaríos y huyeran a la vez hacia la zona de asientos, dejándome solo y con un espacio alrededor.
Toda la gente se volvió hacia mí, pero yo había entrado en una especie de frenesí y de trance y movía compulsivamente la cabeza con la lengua fuera y cimbreaba la cintura intentando restregarme con lo que fuera, porque también padezco de frotismo, sin soltar mi mano de la barra.
Algún inconsciente usó el freno de emergencia y aquello fue el llanto y el crujir de dientes, pues fui propulsado volando hacia las cinco jóvenes que gritaron con terror y yo en mis estertores lascivos acabé chupando a una vieja.
De repente un golpe y ya no recuerdo más, hasta ahora en que estoy a oscuras.
Empieza a entrar la luz del amanecer por la ventana e incorporándome veo que llevo puesta una camisa de fuerza y un cinturón que me fija a la cama y además llevo como un bozal y me acuerdo de la película del silencio de los corderos.
 La habitación está vacía, solo mi cama y las paredes están como acolchadas, empiezo a comprender que piensan que estoy loco y no es verdad.
Desde que nací he tenido esta sensibilidad exacerbada en los sentidos del gusto y del olfato y cuenta mi madre, que como a ella no le subió la leche tuvieron que buscar amas de cría y pasaron por mí más de cuarenta.

Al principio bien, que qué bueno, que qué rico pero a los pocos días se despedían diciendo que se sentían mal, que era una sensación muy rara la que sentían, que parecía como un adulto chupando. Mi madre se enfadaba, las llamaba guarras y buscaba otra y vuelta a empezar. Mientras yo, ganaba en experiencia.
 Con el tiempo empecé a oler objetos y animales y los distinguía a distancia. En la escuela era yo el que si algún compañero o compañera de la clase se caía en el recreo y sangraba, le chupaba la herida y se curaba en poco tiempo. Decían como con orgullo que tenía una lisozyma en la saliva muy curativa.

Chupaba y olía todo lo que pillaba y de estudiante en la capital solía acudir a las grandes aglomeraciones donde existían infinidad de olores y de matices. Me hice sommelier  y además, muy famoso en Madrid, trabajo en un buen restaurante y siempre llevo mi tacita de plata labrada al cuello, el tastevin.

Las mujeres son raras, no tengo pareja y eso que al principio de la relación están encantadas con los cuidados que las prodigo, qué si flores, qué si bombones, besos y lametones, qué si te hago un traje saliva etc.
Pero al poco tiempo ya no les hace gracia nada y me abandonan.
Oigo pasos apresurados al otro lado de la puerta, se detienen y como los cerrojos chirrían al abrirse.
 Entran varias personas con batas blancas, una de ellas, una mujer joven y guapa se acerca por un lateral y me coge la cabeza y desanuda la máscara, quiero hablar y me pone un dedo en la boca, noto su sabor saladito.
Estudia los reflejos de los pares craneales y cuando llega a la exploración del IV par o nervio troclear o patético, que curioso, se acerca mucho y lentamente a mi cara con una linternita pequeña y entonces me incorporo un poco y slurrpppp.





jueves, 21 de agosto de 2014

MI PADRE (18-08-1911) (+1971) HOMENAJE AL CUMPLIR LOS 60 AÑOS.

                                                                   MI PADRE.
No sé papá, por dónde empezar. Hace 41 años que nos dejaste y fue tal el vacío, que recuerdo como si fuera ayer, que no daba un duro por nuestra familia y ya ves que aquí seguimos todos y no nos podemos quejar con la que está cayendo. Hoy que cumplo 60 años, los mismos que tenías al dejarnos quiero recordarte.

Te veo sonreír con un cigarrillo en una mano y un vaso de vino blanco en la otra y detrás, una barra de bar.
 Ahora en las habitaciones de casa, hay un metro en la pared claveteado donde se van apuntando los progresos de tus nietos y bisnietos a los que no llegaste a conocer, en mi caso, la medida tenía su sentido al situarme al lado de la barra.

Cuando era muy pequeño en brazos, más tarde me sentabas en la barra y con los años, a tu lado, enorme tú y el muro vertical de cemento o madera, que lo único que podía hacer era tirar de la pernera de tú pantalón para atraer tu atención y entonces te agachabas para darme unos cacahuetes o altramuces.
Con el tiempo mis manos ya alcanzaron el borde, pero solo eso, me podía colgar y nada más, seguía dependiendo de ti y luego con los años te comparé con el águila alimentando a su polluelo.
Enseguida conseguí recorrer la barra con las manos arramplando con lo que pillaba y al poco tiempo ya dominaba la situación.

En el verano, en tu pueblo, mis hermanas y yo nos peleábamos para irte a buscar cuando mamá se impacientaba al no llegar a la hora de la comida. Era sonoro y divertido el atravesar la cortina de chapas de cerveza, aunque a veces te quedabas prendido de los pelos y luego el oír – “Lauro, tu muchacho”- de premio nos dabas aceitunas o lo que fuera.
Hace 40 años en cualquier bar, los hombres siempre de pie, si te sentabas era para jugar al mus, julepe, gañote o al dominó. Las mujeres ausentes.
Nos contabas que había que saber beber y que él no era el ejemplo perfecto, pues venía de una preguerra muy pobre y de una guerra entre hermanos donde habían predominado los excesos de todo tipo. Una generación tocada.


En algunos lugares se mojaba el chupete en aguardiente, si te ponías malo, ponche de huevo y vino tinto, en cualquier celebración brindis con sidra. Al entrar yo en la Universidad me diste un paquete de tabaco.
Un día, para ver como nos sentaba, nos diste a beber rioja a mansalva y jamón y queso a mis hermanas y a mí, fue un desastre, la mayor y yo tardamos una hora en sacar la cama mueble de su arcón. Al día siguiente me levanté como pude y al mirarme al espejo del baño grité. Al otro lado estaba Bob Marley, era yo con mi pelo lleno de trocitos de jamón y queso que talmente parecían rastras y adornos, puagf. Un año sin poder tomarme un rioja, luego lo recuperé.

Recuerdo tus consejos de aquella época, sal con amigos, con mujeres, bebe con mesura pero aléjate del juego. Creo que te gustaba todo. Fuiste el único del pueblo en tu época, en los años 30 de hacer una carrera y luego capitán y cuando llegabas al pueblo eras como un héroe y en el bar te encantaba invitar. Siendo capitán médico en Valladolid, la mitad de la juventud de tú pueblo que hizo la mili, estuvo enchufada contigo.
También era el motivo de los negocios ruinosos que hiciste al amor de la barra, en el que a última hora regalabas las cláusulas de los contratos.
Bautizos, comuniones, cumpleaños, bodas, todas las fiestas frente a la barra. Mención aparte la patrona de sanidad militar, la Virgen del Perpetuo Socorro, que por algo se debe llamar así, ya que parte de la oficialidad quedaba seriamente perjudicada.

De todas maneras cuando entro en un bar, digo buenos días, me acerco a la barra, me acodo, me pido un vino y brindo por ti, papá y luego me pido otro.

FUEGOS FATUOS

FUEGOS FATUOS


Los cadáveres son el mejor abono para las hierbas que crecen en el camposanto y que tanto gustan a los conejos.                                                                                                                                                  La otra noche sin luna fui al cementerio, con un saco y un farol y desde entonces no vivo, ni duermo, ni como y tengo miedo.
La noche era muy oscura, fría y con niebla  a ras del suelo, llegué a la tapia y me dejé caer al otro lado como siempre, pero esta vez algo me atrapó y no podía moverme. El corazón empezó a encabritarse y el humus que subía del suelo empezó a cubrirme.
A diez metros de una tumba con una escultura de un ángel alado, empezó a fluir una luz pálida, azulada, que oscilaba ante mis ojos pero que no desaparecía.

El terror se apoderó de mi, conseguí liberar mi pierna, desgarrándomela y salí de allí saltando la tapia y huyendo a mi casucha, en la que entré, cerrándola de un portazo.
Había oído hablar de los fuegos fatuos o “will” o “the wisp”, pero nunca creí en ellos y también de los miasmas que se producen con la descomposición de las plantas, de los muertos y de los enfermos.
A mí me habían atacado todos a la vez, pues sentado en el suelo detrás de la puerta, con las piernas extendidas, veía la herida abierta en el muslo, grande, sangrando, con trozos de las zarzas enganchadas en el borde irregular y en el fondo un color verde azulado débil.
Estaba a oscuras y veía . Notaba que una ligera nube me rodeaba como un halo pútrido, pues esto es lo que empecé a oler. Era tan hediondo que me hizo vomitar.
Me arrastré al camastro, cogí agua, comida y recado de escribir y me subí a el.
Me quedé dormido en un duerme-vela lleno de sudores y miedos, por lo que me desperté más débil todavía.

Cuando llevaba cinco días encamado, la herida se ennegreció, pero lo peor fue el pié que se había convertido en una masa informe, en la que ya no distinguía los dedos y adonde acudían unas ratas enormes, negras, a comer, que salían de entre las tablas del suelo. No sentía dolor, pero la rigidez de mi cuerpo de cintura para abajo no se correspondía con la relajación de esfínteres que padezco.
La comida no me pasaba y además se pudrió también.
Quince días después del suceso del cementerio, sigo en el camastro y decido escribir por si alguien lo lee.
“Estoy muy débil, a oscuras y la parte del cuerpo de cintura para abajo es una masa informe que destila además de ese olor pútrido, un líquido fluorescente que hace que pueda distinguir las formas de la habitación.

Cuando las campanas de la torre de la iglesia daban las doce de la noche, se empezó a filtrar por la rendija inferior de la puerta una nubecilla azul verdosa que invadió la habitación y se mezcló con mi fluorescencia, mientras fuera se oían unos susurros, unos cánticos quejumbrosos y una música que rechinaba en mi cerebro, era la Santa Compaña que venía a recogerme.
Invoqué a Dios y a todos los Santos y maldije a la vieja bruja del pueblo que orinaba con las piernecillas abiertas, en el regato que bajaba entre las casuchas y arrastraba todos los desechos de los vecinos, mientras me echaba el mal de ojo.

La Santa Compaña se retiró y yo me quedé sumido en el sopor del esfuerzo que había realizado para luchar contra los no vivos y recordé.
Hace muchos años, unos amigos y yo, adolescentes, fuimos a garullas, a comer unos membrillos que teníamos localizados en un prado cerca del río, cuando vimos en el agua, desnuda, bañándose a la tonta del pueblo. Unos decían que era medio bruja, pero nosotros que éramos muy jóvenes, no dudamos.
La cogimos entre todos y uno detrás de otro, malamente abusamos de ella y la abandonamos entre unos matorrales, mientras  a voz en cuello y diciendo nuestros nombres iba programando nuestro final, cada uno de una manera diferente.

A mi me miró a los ojos y me predijo que moriría pudriéndome en vida, a otro, quemado, otro más, de una coz y así sucesivamente.
Nos fuimos al membrillar riendo y dándonos empujones, pero esa noche en la soledad de mi dormitorio, tuve miedo y no pude conciliar el sueño.
Desde ese día hasta hoy, han ido desapareciendo mis amigos, uno, en un fuego en su casa y estuvimos oyéndole gritar durante mucho tiempo.
Otro, apareció en la cochiquera, con la tripa abierta de lado a lado, las vísceras todas fueras, bueno, lo que quedaba de él, pues los cerdos habían dado cuenta de buena parte de su cuerpo y su cabeza, sin la mandíbula, arrancada por un puerco, parecía observar sus restos con cara de asco.

Otro, que desapareció del pueblo, fue encontrado al cabo de los días, en un paridero de ovejas, vivo, pero por poco tiempo, ya que había sido desollado y mutilado. La piel y los genitales estaban delante de su vista y lleno de hormigas. No se quejaba, estaba semiinconsciente y al faltarle la piel y músculos de la cara tenía una sonrisa como de payaso, roja.
El último de mis compañeros de juventud, apareció en su cuadra, muerto aparentemente por una coz de su mula. Nadie dijo nada, pero el agujero que tenía a nivel del esternón, era difícil que lo hubiera hecho el animal. Se enterró y un silencio sepulcral cayó sobre la aldea.
Los vecinos empezaron a mirarme de una forma esquiva, a cuchichear y a rehuirme. Cuando me encontraba con la bruja, se acercaba a mi y me empujaba, se reía y se tocaba sus partes. Luego, me pasaba la mano por la cara y salía corriendo.

Durante dos años, no pasó mucho más, pero mi terror ya era patológico, cuando entraba en casa miraba debajo del camastro y en el resto de la casa.
Salía de casa por las noches para evitar el contacto de las gentes y me alimentaba de la huerta que tenía y los conejos y gallinas del corral”.

Ha pasado un mes y yo ya no puedo seguir escribiendo, soy una masa gelatinosa de la que sale los brazos, hombros y cabeza. La luz espectral que invade la casa, ahora se ha unido a la que viene de la calle, a la mía propia y yo me siento derretir.
La algarabía de la Santa Compaña, aumenta y desde la casa fluye el nuevo fuego fatuo que se une a ellos y se dirigen hacia el camposanto.

En lo alto de la calleja, está la bruja con las piernas abiertas, brazos en jarras, orinando en el regato y riendo a la vez.

miércoles, 20 de agosto de 2014

AUTOPSIA

                                                   AUTOPSIA


Tengo frío, no me puedo mover, estoy tumbado encima de una mesa dura y helada que parece de mármol. Tengo los ojos abiertos y veo una lámpara de quirófano de cinco focos apagada y no se qué me ha pasado, debo de estar con un relajante muscular y a la espera del cirujano, pues no puedo mirar hacia los lados.

Veo mi reflejo en el cristal de la lámpara y observo que estoy desnudo, que no tengo ninguna herida a simple vista y que no hay ninguna mesa auxiliar del anestesista o de los ayudantes de quirófano.
Oigo una puerta batiente y aparecen en mi ángulo de visión dos personas con gorro y mascarilla, una de ellas por su aspecto, mujer y la otra, una persona mayor con gafas.

Se acercan a mi cara, hablan entre ellos y me tocan con dedos enguantados, el hombre apunta cosas en una carpeta.
Sus cuerpos me impiden ver lo que hacen, cuando me observan el abdomen, pero noto cuando tocan mis genitales y cuando me giran para ver la parte trasera de mi cuerpo, notando las manos y los brazos del ayudante.
Empiezo a asustarme, me parece que creen que estoy muerto y yo los siento, los veo y les escucho aunque mal. Intento mover los ojos, la mano, un pié, algo, pero no sé si lo consigo. Hablar no puedo, de mi boca no sale sonido, aunque estoy gritando por dentro, es horroroso, no sé que ha podido sucederme.

El auxiliar se acerca a mi cara y sacando una manguera de debajo de la mesa, abre el grifo y sale un chorro de agua tibia a presión y comienza a lavarme con un cepillo de cerdas fuerte, de forma muy concienzuda, que llega a producir un dolor sordo.
Me coloca como a la maja desnuda y sigue con el lavado, a mi pesar, me río en mi interior.

Me seca con una especie de sábana áspera y tiesa y me tapa con otra más suave, quedo en penumbra no sé por cuanto tiempo, la puerta batiente vuelve a sonar con el vaivén y de repente la lámpara se ilumina.
Me descubren la cabeza y veo a la forense sin la mascarilla, acompañada de mi mujer que me mira con sorna y que se echa a llorar llevándose el pañuelo a los ojos.

Grito sin chillar, ¡Por favor!,¡ Ha sido ella!,¡ Me ha envenenado!.
La oigo decir como en sueños que bebía mucho, que comía grasas en demasía, que no hacía ningún ejercicio y que el médico de cabecera ya había previsto este final.
Se acerca a mí y posa sus labios más fríos que los míos en mi boca y musita un “adiós”, casi inaudible, solo para mis oídos.
La forense la coge del hombro, la abraza,  y la lleva hacia la puerta con ojo de buey y antes de salir de mi ángulo de visión, mi mujer se vuelve y me guiña un ojo, sonriendo.
La insulto, me desgañito y no sale nada por mi boca, se aleja y no puedo hacer nada, intento moverme y no lo consigo.

Se cierra la puerta y el silencio se adueña de la sala, me digo, que todavía tengo alguna oportunidad antes de que inicien la necropsia o si cuando la comiencen sangro o tengo alguna contracción muscular.
Se oye un carro auxiliar con el ruido de los instrumentos que lleva, la puerta que se abre y que se cierra y las luces de la sala y de la lámpara de cinco focos que golpea mis retinas, mis pupilas no son capaces de contraerse.

El ayudante cuelga una balanza y veo a través del cristal periférico del foco que coloca en mesas anexas agujas y lancetas de disección, microscopio, cubetas, mecheros de Bunsen, estufas, pipetas etcétera.
En la mesa de la forense coloca los condrotomos, cerebrotomos, tijeras y escalpelos, sierras, pinzas y escoplos.
En otra mesa, el material de sutura, agujas rectas y curvas, hilo y porta agujas, navaja barbera, lentes de aumento, cámara de fotos y de video.
Me vuelven a lavar y noto como el agua recorre todo mi cuerpo y por las ranuras del mármol se dirigen hacia los sumideros laterales.

De un gancho colocan el costotomo y la sierra eléctrica y yo aterrado, se me relajan los esfínteres y me lo hago todo. El ayudante se enfada, me vuelve a lavar y la forense le dice que suele pasar a veces, que es normal.
Intento mirarla a los ojos para que se de cuenta de que estoy vivo pero no noto ningún signo de que ella lo aprecie.
Se pone el gorro con dibujitos infantiles, la mascarilla y los guantes y coge el escalpelo y veo a través de la lámpara, que lo aplica en mi pecho haciendo un dibujo oval limpio, que no sangra y yo me sorprendo en que no siento dolor.
Debo de estar anestesiado porque la forense está disecando la cavidad torácica muy limpiamente. Al llegar a las costillas toma el costotomo aplicándolo a las costillas y haciendo gran fuerza no consigue cortarlas, requiriendo la ayuda del auxiliar.

Cuando retiran la plancha de costillas y esternón disecada, queda un gran hueco y veo desde el reflejo del plato de la balanza mi corazón que late convulsamente y en ese momento miro a la médico que me está observando y caigo en la cuenta de la gran complicidad entre ella y mi mujer cuando estaban juntas conmigo, charlando y con unos roces aparentemente casuales.
Aprovechando que el ayudante está de espaldas, enfrascado en el instrumental que está colocando ordenadamente, se acerca a mí, me besa y me dice “yo cuidaré de ella”.
Toma el bisturí y metiendo las manos en mi cavidad torácica, secciona limpiamente la aorta y las cavas y la sangre empieza a fluir y a llenar todo el espacio.

Mis ojos se nublan poco a poco y cuando la forense saca mi corazón con las dos manos y lo coloca en la balanza, yo ya lo estoy viendo todo desde fuera de mi cuerpo y dejo en la sala de autopsias a la amante y en la sala de espera a mi amada, bueno a su amada.