En el Museo del Prado, un día, delante de La Fragua de Vulcano, estaban como siempre, Apolo o Helio, Vulcano, los Cíclopes y de golpe, vino a mi memoria, como un flash, Heliodoro y su mazo de acero. Aunque no tenía nombre la herramienta, en su fuerza se parecía a Mjolnir, el martillo de Thor.
Heliodoro era el criado
de mi padre, al que cuidó, desde su nacimiento hasta su muerte. Aún le recuerdo
junto al féretro, con la boina en las manos, la cabeza baja y llorando en silencio.
Camisa blanca, abotonada hasta el cuello y pantalón de pana marrón, en los
pies, unas alpargatas de esparto. El pelo escaso y pegado al cráneo,
blanquecino, la frente arrugada que en la cara se convertían en surcos.
Surcos que siempre me
recordaron a los canales del huerto, que cuando yo le acompañaba, sacábamos
agua del pozo con el motor y luego con el azadón íbamos quitando diques y
poniendo otros, para dirigir el agua a los pimientos o a los tomates.
En el cementerio, al
tapiar el nicho, en el rostro de Heliodoro sus lágrimas fluían por sus surcos.
Mi padre y su criado, se
querían, no tenían nada que ver con los personajes de los santos inocentes de Delibes.
He vuelto a recordar a
Helio con una introspección retrospectiva y he llegado a mi sistema límbico,
donde residen mis recuerdos más primarios, olores, ruidos o visiones.
Estoy en Extremadura, un
agosto de los años cincuenta, me encuentro sentado en el patio, en un poyete que arde. No sé los años que
tengo. Pero huelo, oigo y veo, siento.
Enfrente, está Helio
intentando romper una pila de granito, de las que usan para abrevar las
bestias, con un gran mazo.
Un olor a sudor rancio me
invade, está con un pantalón de pana muy roto y una camiseta mugrienta.
Un siseo mientras la maza
sube y la mano derecha baja por el palo para juntarse con la otra, luego, silencio
mientras su cuerpo se arquea. Todo el
patio se paraliza.
Entonces inicia un movimiento
hacia delante, con un ruido sordo que crece hasta golpear la piedra con un
sonido brutal que hace saltar chispas y esquirlas alrededor, la mano derecha
junto al hierro otra vez.
Y así, una y otra vez, en
una sucesión de golpes, olores, mientras la pila de granito se va deshaciendo poco a poco, trozos rodean mis pies, que al
cogerlos desprenden calor.
No lleva la boina, pero
sí una colilla de cigarro en la comisura que ni se cae ni se consume y parece
perderse entre los surcos. Me asombraba la agilidad al ver como unas manos
enormes, liaban unos cigarrillos con un papel amarillento, donde depositaba el
tabaco de picadura que arrancaba de un cuarterón. Lo llamaba caldo de gallina y
se reía.
Una vez, al golpear se
paró, su cabeza y su pelo pegado refulgía como Apolo, el sol detrás mandaba
rayos en todas direcciones y volví al museo.
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