CÓRDOBA
Después
de varios intentos fallidos, por fin nos hemos reunido tres parejas de amigos
de toda la vida.
Nos
hemos alojado en el Maimónides, hotel pegado a la Mezquita. Desde ahí hemos
recorrido Córdoba, visitando el puente romano, la Mezquita Catedral, el museo
de Romero de Torres, varios restaurantes y nos hemos reído como no lo hacíamos
en mucho tiempo.
La
última noche decidimos recorrer la judería. Desde nuestro hotel nos acercamos a
la plaza de Judá Leví y nos adentramos por un dédalo de calles estrechas llegando
a la estatua de Averroes y más adelante a la de Maimónides.
Paramos
en un montón de bares y tabernas probando los diferentes vinos de Córdoba, finos
y amontillados.
De
vuelta al hotel nuestras voces retumbaban y subían por las paredes de las
callejas.
Me
acosté un poco achispado y la habitación empezó a girar lentamente. Mi mujer en
cambio dormía a pierna suelta. Abrí los ojos y fijé la mirada en un cuadro que
estaba enfrente, del cual no había reparado lo que representaba, era Maimónides
en un grabado antiguo.
Sus
ojos eran penetrantes y yo entré en un estado semi comatoso, como en una
especie de ensoñación, de cuál desperté, teniendo delante de mí a esos mismos
ojos, pero en el cuerpo de un niño.
Estaba
tumbado en una callejuela alumbrada por lámparas de aceite. Me ayudó a
levantarme con esfuerzo y me preguntó que qué me pasaba.
Era
un joven con levita, que por cierto yo también llevaba.
Se
presentó como Moisés ben Maimón. Tenía
diez años y huía de los almohades. Yo alucinaba y no hacía nada más que mirarle
a él, mirar las lámparas de aceite y no entendía nada.
Me dijo que si yo también era judío debía de huir
con él, pues los almohades al que cogían le hacían converso, le expulsaban o le
mataban.
Me vino a la memoria todo lo que había leído en
Córdoba en esos días y entré en pánico. Debíamos de estar en 1148.
Dije en alto “me cago en la leche” y el
chiquillo me miró con una cara que reflejaba que no entendía nada.
Me dio la mano y echamos a correr. Al doblar
una esquina tropecé con una baldosa más alta que otra y me caí dándome un golpe
en la cabeza.
Me limpió la sangre y me vendó con un trapo
diciéndome que no podíamos perder más tiempo.
Según íbamos corriendo, me contó que había
quedado en los baños árabes con un amigo almorávide con el que jugaba al
ajedrez, y que nos ayudaría a escapar por el puente romano.
Era una noche muy oscura y las calles estaban
vacías. Sin más problemas llegamos a la entrada de los baños.
En el vestíbulo no había nadie, tampoco en la
sala fría ni en la templada.
En la siguiente estancia, un joven de mayor
edad con chilaba estaba apoyado en la pared. Nos acercamos a él y me lo
presentó como Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd.
Me dio la mano y me dijo que tenía
conocimientos de Medicina, me quitó el trapo y me estuvo curando.
Me contó que su abuelo era Cadí, pero que desde
que habían llegado los almohades, hasta ellos mismos estaban asustados, pero lo
tenían peor los judíos y los cristianos.
Encendió la caldera y cuando la temperatura
subió nos recomendó que nos diéramos un baño. Nos desnudamos, frotamos nuestros
cuerpos y nos secamos sentados en las piedras durante un rato.
Nos contó que Córdoba era un nido de avispas. Que
nadie estaba libre de sufrir persecución por los almohades que habían tomado la
ciudad y que estaban persiguiendo sobre todo a los judíos y a los cristianos, los
cuales habían vivido durante muchos años en perfecta armonía.
De un hatillo sacó unos trozos de queso y unas
aceitunas que a mí me supieron a gloria bendita. Estuvimos hablando, tenían los
dos unos conocimientos y una filosofía que me parecieron maravillosos.
Esa misma tarde había estado yo leyendo la
biografía de Maimónides y de Averroes y sabía la vida que iban a tener en el
futuro. Los dos iban a morir fuera de Córdoba, el judío en Egipto y el
almorávide en Marruecos, pero decidí que no les iba a contar nada para no
interferir en su destino.
Llegamos al puente romano y nos echamos a correr.
Al llegar al final nos paramos, el árabe se abrazó al niño muy fuerte,
derramando unas lágrimas y a mí me dio la mano y nos despedimos.
Cuando llevábamos muy pocos pasos Maimónides se
paró y nos volvimos para mirar a Córdoba por última vez y dijo estas palabras: “nadie
es profeta en su tierra”.
Ocurrió de repente. No sé cómo explicarlo, al
mirarme a los ojos, en su rostro aparecieron arrugas y fue envejeciendo y de
nuevo yo me encontré en la cama del hotel mirando su grabado.
Me levanté y fui al baño y al mirarme en el
espejo vi una herida en mi frente.
Fue un sueño, fue un delirio o quizás el efecto
de los finos.
Lo cierto es que yo lo viví como si todo
hubiera sido una historia real.
Me acosté y dormí profundamente. Al día
siguiente, desayunando con los amigos en el patio del hotel, no conté nada. Dije
que la herida de la frente había sido con la mesilla y que Córdoba merecía otra
visita.
Ya en Madrid, se lo conté todo a mi mujer y me miró
con una cara de no creerme nada. Pero sí me dijo que debería beber menos.
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