GESTAS
Hacía casi dos milenios que lo
habían crucificado por ladrón y pervertido y seguía
sin arrepentirse. Había
hecho pandilla con unos tahúres y unas cuantas meretrices
babilonias y romanas y
se pasaban los siglos en unas partidas eternas y en unas
depravadas.
No envidia a Dimas, al que
imagina rezando todo el tiempo sin disfrutar del goce
corporal mientras se
arrebuja bajo las pieles con tres egipcias jovencitas.
Un tintineo de cascabeles y una
música suave le obligan a separarse de Cleo,
asomándose y ve a su Salomé blandiendo
una cimitarra, mientras cimbrea su
embarazo entre gasas trasparentes.
“Solo quiero tu cabecita”
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