COTTOLENGO
Desde el campanario de la
iglesia del cottolengo, un cuervo mira a un hombre sentado en una piedra, si
levantara el vuelo y se acercara vería que lleva traje, sombrero y bastón.
Está echando migas de pan a un
grupo de pajarillos, que gorjean complacidos, cuando de repente y con un
movimiento brusco de la mano, golpea con el bastón en medio de los gorriones,
muchos escapan pero al disiparse el polvo quedan en la tierra dos o tres aleteando
espasmódicamente. En ese momento, de entre las piernas del señor sale un gato
negro grande con un ojo blanco y se lleva los cuerpecillos. Remigio, que así se
llama, sonríe y comenta en alto “así se hace Lucifer “.
Estamos en 1953 y el Caudillo,
Francisco Franco, quiere visitar Las Hurdes el año que viene. Remigio no
quiere, porque puede interferir en su venganza que casi está terminada.
Recuerda: Si no llega a ser por
Miguel de Unamuno en 1913, yo no habría nacido y todo lo que ha pasado y está a
punto de suceder, no hubiera tenido lugar.
Pero el rector de la Universidad
de Salamanca junto con Chevalier y Legrende, tuvieron que recorrer Las Hurdes,
ver la escasez de todo, contarlo en el Imparcial y en libros, y más tarde, en
1922 convencer al Dr. Marañón para que la visitara como médico.
Se quedó estupefacto y convenció
a las Cortes y a S.A.R. Alfonso XIII que debía ir y hacer algo pues faltaba de
todo y estaban abandonados de la mano de Dios.
En 1922 el Rey con un gran
séquito y a caballo recorrió en cuatro días la zona, Dio donativos y volvió a
Madrid, donde creó el Real Patronato de las Hurdes.
Me estoy yendo por las ramas.
Entre los que iban con el Rey, había un clérigo que servía al Obispo.
Se encaprichó de una joven que
le atendía en la posada de Nuñomoral y abusando de ella la dejó encinta.
Esa joven era mi madre, Remigia.
Durante la preñez, en el pueblo
no fue molestada, pues era bastante frecuente lo acontecido ya que la
promiscuidad era lo habitual.
Mi madre murió en el parto por
la falta de médicos y de dineros y yo, Remigio, fui recogido por una
vecina que tenía otra criatura y nos amamantó a los dos.
Mi infancia ha sido muy mala, me
pegaban los chiquillos, me llamaban el curilla y me hicieron trabajar hasta
deslomarme.
En 1930 vi a mi padre por
primera vez, venía acompañando otra vez al Rey. Al cura le dijeron quien era yo
y se me acercó, me tocó la cabeza y me entregó un duro de plata con la cara de
Alfonso XIII, yo lo guardé en la faltriquera y le miré con odio.
Me crié en la factoría de El
Jordán, en Nuñomoral, en la escuela, donde recibí más palos que una
estera, del maestro que era un sádico.
En el dispensario médico donde
la escasez de medicinas era enorme y la cintura del doctor también, me
atendieron lo mínimo.
A finales de 1932, llegó a
nuestra alquería un tal Dr. Albiñana desde Martilandrán, en condiciones
deplorables. La gente se metía con él y yo con mis 10 años me hice su valedor.
Él a su vez, al año, me ayudó en
una trifulca que mantuve con Luis Buñuel por la película y porque quería
obligarnos a los muchachos a apedrearnos.
En 1933 el doctor Albiñana fue
perdonado por el Gobierno y se fue a Burgos, me dio su dirección y me recomendó
que huyera de allí.
Por entonces había conocido a
una rapaza de mi edad, Josefa. Fue mi compañera de juegos y fueron los años más
felices de mi vida. Me pusieron a trabajar con el jardinero, Doroteo, bruto,
malencarado, casi no le entendía cuando me hablaba y me trataba a pescozones.
Josefita y yo correteábamos por
el jardín y teníamos nuestros lugares secretos donde nos escondíamos de la
realidad.
A principios de 1936, el
jardinero nos pilló en el cuarto de los aparejos y cogió un palo del rastrillo
y empezó a pegarme y me llevó al maestro que me castigó en la carbonera durante
una semana.
Con el paso de los días se
demostró que Josefita estaba embarazada y la encargada del dormitorio la llevó
al dispensario, donde el médico Don Rodrigo Quiñones decidió que ese niño
no nacería. ¿Cómo lo hicieron?. No lo sé. A ella se la llevaron y no nos dejaron
despedirnos.
Vino el jardinero y me hizo ir
con él, llevaba un paquete y al llegar a la parte de atrás de los edificios y
en la zona más alejada me lo tiró, se rompió y se deshizo cayendo los restos y
el feto de mi hijo. Se reía, se reía. Me dijo, coge la pala y entiérralo. Me
acerqué y al llegar a su lado le golpeé sin parar hasta que dejó de moverse.
Los enterré juntos, alisé la tierra, planté unos geranios, fui a mi barracón,
cogí mis pocas cosas y me marché de allí sin mirar atrás.
En Burgos, el Dr. Albiñana me
recibió bien. No le conté nada y él no me preguntó, pues estaba muy preocupado
con la situación de España. Se estaba fraguando un levantamiento de los
militares y él, que era de ultraderecha y que además odiaba al gobierno que le
había tenido apartado en las Hurdes, quería ir a Madrid.
Fuimos los dos. Él disfrazado de
ciego y yo de su lazarillo. Contactamos con gente afín a su partido, pero
después del 19 de julio lo apresaron, yo escapé.
Luego supe que lo
torturaron y le pegaron dos tiros.
Malviví durante los tres años de
la guerra en Madrid. Pasé hambre, aunque de eso ya sabía, y dormí en la
calle hasta que me acogió una viudita joven en su pensión de la calle Atocha,
cerca del hospital de San Carlos, sede de la facultad de Medicina.
Me encontré por un casual con el
Dr. Rodrigo Quiñones en un mesón cerca del mercado de San Miguel e intimé con
él. Yo había cambiado mucho, tenía perilla y treinta años y no me reconoció.
Estábamos en 1952 y me contó que le habían nombrado Director Médico del
Cottolengo (especie de asilo, dispensario u hospital) en un valle entre
Martilandrán, la Fragosa y el Gasco y que tiene como misión atender a los
desfavorecidos de la región, gracias a un jesuita, el padre Jacinto Alegre.
Había venido a Madrid a
por el nombramiento, se alojaba en un hostal de la calle Mayor y le dije que
había que celebrarlo. Le invité a seguir bebiendo y cuando ya no podía
más, me dirigí con él hacia el arco de Cuchilleros y en un escalón, le senté.
Eran las doce de la noche
y sacando mi estuche de cirujano que siempre llevaba conmigo y de él el bisturí
se lo pasé de un lado a otro del abdomen, tapándole la boca.
Como si fuera una
artesa de la matanza que se cae, se desparramaron entre sus piernas los
intestinos con un hedor que me provocó náuseas, pero le dije mientras me miraba
con horror “¿ te acuerdas de Josefita y de mi hijo?. Murió lentamente,
pero ya sabía quién era yo.
Cuando convocaron la plaza otra
vez, me presenté y la conseguí. Nadie quería ir desterrado a las Hurdes.
Preparé mi baúl y en un autobús muy viejo y lleno de pueblerinos me dirigí
hacia Salamanca, pues quería entrar por la Alberca.
Me recibieron muy bien y
preocupados por las noticias de la muerte del director acaecida en Madrid. Me
acomodaron en un apartamento pequeñito de un dormitorio y un despacho con aseo,
en el edificio principal.
Nadie me reconoció, además
cambié mi nombre por Fernando, cuando el título de bachiller y así he seguido
durante la carrera de medicina. De las personas que conocía, el maestro murió
alcoholizado y quedaba la mujer, que llevaba el dormitorio de las niñas y que
ahora era la gobernanta del cottolengo.
Mi padre, el cura, era el obispo
de Plasencia y decidí que sería el
próximo.
En este momento de mi recuerdo, me levanto de la piedra y me dirijo
hacia el despacho. Tengo que preparar todo muy bien, no debo dejar cabos
sueltos. El destino me da la oportunidad de vengarme.
Franco viene dentro de un año, tengo
que terminar antes. Mañana empiezo la cacería. Me voy a Plasencia.
Alquilo una habitación en la
plaza, desde donde veo por la ventana al Mayorga, dando las campanadas del
ayuntamiento. Salgo en busca del obispo y me dirijo hacia la casa de enfrente
de la catedral, la del Dean y espero pacientemente su salida.
Al anochecer sale sólo y
se dirige hacia la calle del Sol. Entra en un portal y cierra detrás de él. Al
rato, una mujer llama con los nudillos y se abre un poco la puerta y entra. A
las dos horas, la joven sale y desaparece rápida por una bocacalle. Corro,
golpeo y abre diciendo “Que pasa, que quieres ahora”, meto la pierna y empujo
fuerte, le golpeo y cae desvanecido.
Cuando despierta, está atado en
la cama y desnudo, la boca amordazada y los ojos desorbitados, moviendo la
cabeza de un lado a otro. Me acerco a su cara y le digo “papá, he venido a
devolverte algo tuyo”. Y sacando el duro de plata de Alfonso XIII se lo coloco
en el pecho. Cojo mi estuche de cirujano y de él el bisturí y agarrando los
genitales con la mano izquierda los corto de un tajo, bueno de dos y se los
pongo encima. Sangra mucho, intenta chillar pero va perdiendo la fuerza
mientras yo le miro desde cerca. Adiós papá.
A la semana llega la noticia al
Cottolengo y yo estoy pensando ya en la gobernanta, mi próxima víctima.
Entonces llegan tres hermanas Servidoras de Jesús y entre ellas, mi
Josefita, humilde y sin levantar la mirada del suelo. No me reconoce y yo no
digo nada para que nadie sospeche.
Doy la orden de que quiero entrevistarme
por separado y en mi despacho, con el nuevo personal. Cuando recibo a sor
Josefa, la tranquilizo y le digo quién soy. Entonces, se abraza a mí y se echa
a llorar. Entre hipidos me cuenta sus desgracias. Tardó en recuperarse de la
hemorragia, después la llevaron a un convento y no la dijeron nada de mí
y durante todos estos años ha pensado en nosotros.
Le convenzo para huir a Portugal
y lo preparo todo. Consigo el máximo dinero y un día con la excusa de ir a la
alquería de El Gasco, nos escapamos sin volver la vista, sin sentir ningún
remordimiento y pensando que el futuro empieza para nosotros.
Las injusticias de los hombres,
producen monstruos.
Hola Epi, ultimamente estás desconocido con tus escritos, este en particular me parece precioso aunque claro con tintes muy macabros y con la venganza como baluarte de tu protagonista.
ResponderEliminarBesos y abrazos y sinceramente me gustó mucho esta historia. Ah me olvidaba hace tiempo que no pasas por mi blog, venga anímate y déjame la huella de tu boli.
Puri
Puri
Puri gracias por tu comentario tan adulador. Esta historia, está trenzada con hechos reales de los personajes de la época y donde he introducido a mis protagonistas, incardinándolos en el relato.
ResponderEliminarBeso, beso y beso